miércoles, 16 de agosto de 2017

Capítulo 51: The danger zone

¡Hola, hola, tributos! Sin mucho tiempo para presentaciones porque esto del verano está siendo una locura, aquí os dejo el capítulo 51. ¡Espero que os guste, y lo siento muchisisisisisimo por el retraso!

All alone in the danger zone
Are you ready to take my hand
All alone in the flame of doubt
Are we going to lose it all?
                          City lights, Blanche

CLOVE

Sabía que salir a cazar no era buena idea.
Era necesario, claro: poco después de declarar nuestras intenciones, recibimos un paracaídas con una olla de sopa de pollo suficientemente grande como para alimentarnos, junto con los restos del pastel de esta mañana, tanto a Cato como a mí. Si quedaba alguna duda de que nuestros patrocinadores se basan en nuestra disposición para buscar víctimas, ha quedado resuelta...
Pero viendo al Cato de la última hora, tengo que repetirme esa frase muchas veces para que me parezca que merece la pena.
Ha empezado como cierta tensión, nada que llamase excesivamente la atención: lo propio de un cazador a punto de buscar una presa; la misma energía contenida que ha hecho que se le fuera la finta esta mañana.
Pero conforme nos hemos ido sumergiendo en el bosque, los ataques repentinos han ido en aumento: giros bruscos, pasos apretados, gruñidos por lo bajo de un tinte casi animal... Es como si oliera la presencia de la chica en llamas, cerca, casi a su alcance...
Y que precisamente ese “casi”, fuera lo que le hace perder la cabeza.
-Cato –susurro.
A través de las gafas de visión nocturna, veo las venas marcadas en sus músculos; su respuesta es otro gruñido.
-Cato, escúchame. Creo que deberíam...
-Clove, no.
-Cato, en serio...
-¡NO!
Su mano se lanza hacia mí inconscientemente, pero antes de que llegue a tocarme ya tengo un cuchillo apuntando directamente a su hombro. Su mirada vacía se mide con la mía hasta que Cato vuelve en sí, frunce el ceño y baja la mano, temblando.
-No hace falta que hagas eso.
-Yo creo que sí.
Mi tono de voz es frío y duro. Como debe de ser en un profesional. Como si mis palabras fuesen una verdad absoluta. Como si no estuviese muerta de miedo por lo que Cato pueda llegar a hacer, no a mí, que sé dónde están sus puntos débiles sino, directamente, a sí mismo.
“Por favor, por favor, no te pierdas, no pienses en ella, quédate conmigo, quédate conmigo...”
-Si quieres que siga con esto, tienes que calmarte.
-Nadie te está diciendo que te quedes.
Arqueo una ceja, intentando disimular lo mucho que duele oír eso.
-Después de todo lo que ha pasado hoy –siseo -, ¿sigues pensando que te voy a dejar irte solo?
Un segundo. Dos.
Y Cato espira lentamente.
Con esas palabras, con todo el significado que se oculta bajo ellas, el ambiente cambia mágicamente. Los músculos de Cato se relajan un poco, y deja de blandir la espada como si estuviese dispuesto a atacarme en cualquier momento. Agachándose, como aprovechando para tomar aire, acerca su cara a la mía lo suficiente como para que sólo yo pueda oírle.
-Clove –su voz tiembla de pura angustia -, no quiero hacerte daño.
Tengo que tragar saliva antes de responder.
-Lo sé –“quédate conmigo, quédate conmigo, quédate conmigo” -. Pero yo no me voy a alejar de ti. Así que, si no quieres hacerme daño, tienes que hacer todo lo posible para mantenerte cuerdo.
Mis dedos rodean su brazo y le dan un ligero apretón.
-Voy a estar aquí, ¿vale?
Él asiente, muy despacio. Yo sonrío un poco.
Y entonces se oye el chillido de una chica y la cordura de Cato desaparece.
Se levanta con tanta brusquedad que me hace perder el equilibrio, y caigo al suelo con un golpe seco. Me incorporo tan rápido como puedo, pero él ya me lleva varios metros de ventaja corriendo hacia esa maldita voz.
-¡Cato!
El hombro me duele por la caída mientras le sigo tan rápido como puedo, con el corazón desbocado pensando en lo que pueda llegar a hacer. Mi mente se empeña en repetir una y otra vez la imagen de Cato desplomándose sobre mí y siento cómo la angustia amenaza con ponerme histérica...
“No, Clove. Cálmate. Eres una profesional, eres una profesional.”
Me doy cuenta de que no sé hacia dónde estoy corriendo, así que paro. Cabeza fría, eso es lo que me hace buena jugadora. Con un cuchillo en cada mano, preparado para atacar a quien se me acerque, barajo mis opciones y escucho. Cato no es especialmente silencioso por norma general, pero es que ahora está completamente desquiciado. Si me concentro en escuchar...
Y lo oigo. Esos gruñidos casi animales, mucho más fuertes ahora que nunca. Corro hacia mi izquierda con todas mis fuerzas, siguiendo ese rastro; pero al cabo de un par de minutos, vuelvo a estar perdida. La angustia vuelve a crecer, naciendo de mi corazón y extendiéndose por mis nervios, cuando un rugido me señala el lugar inequívoco al que debo ir.
Tardo muy poco en llegar, guiada por la senda de destrucción y los aullidos de Cato. Cuando le veo, tirado en unos matorrales, tengo que contenerme, primero para no gritar su nombre, y después para no decirle que se calle antes de que todos los tributos de la Arena nos encuentren.
En su lugar, voy hacia a él como una exhalación y me arrodillo a su lado. Está hecho un guiñapo, con el puño tan apretado en torno a algo que parece que las venas le van a estallar, y mordiéndose el labio tan fuerte que un hilo de sangre le cae por la barbilla. Acerco los dedos a su boca, tratando de relajar sus dientes, pero él se gira y, mirando sin ver, me lanza un zarpazo que freno por un segundo.
-Eh –susurro, la adrenalina latiendo por mis venas -. Eh, Cato, soy yo.
Su respiración, al borde de la hiperventilación, baja un poco el ritmo. Saco nuestra única linterna de la mochila que llevo a la espalda, sin preocuparme de que se pueda gastar la pila, y el foco de luz apunta directamente a su cara.
Sus ojos, inyectados en sangre, son la viva imagen de la locura.
Él gime y yo, incapaz de mirarle mucho más tiempo a esos ojos, apunto la luz hacia su puño, el que no sostiene la espada. En su lugar, hay mechones de un vivo color naranja escapando entre sus dedos.
-No era ella, Clove –murmulla –. No era ella, no era ella, no era ella...
Tener que verle así es tan horrible que debería resultarme doloroso físicamente. Sin embargo, una extraña calma me recorre, quizás porque toda la histeria de la Arena ya ha quedado monopolizada por Cato, quizá porque me ha desgarrado de tal manera que ya no siento nada. Al fin y al cabo, esto es lo mío: calmarle, ser su firmeza mientras él lucha con sus propios demonios. Con cuidado, peleo por relajar su puño hasta que los mechones de pelo salen volando, y yo puedo entrelazar mis dedos con los suyos.
Me mira, aún mascullando su letanía, y yo le devuelvo una mirada de hielo que, en el fondo, le suplica que se calme.
-Cato –digo, muy despacio –necesito que me digas qué ha pasado.
Tengo que repetirlo una vez más para que lo entienda. Tarda un rato en dejar de balbucear y pronunciar frases medianamente coherentes, pero finalmente, saco algo en claro: que no estaba bien. Que en el fondo lo sabía. Que, al oír el chillido, pensó que había sido la chica en llamas y, desde ese momento, no pudo parar. Que su mente estaba en blanco, que todo olía a sangre y que hasta que no vio el pelo entre sus dedos no se dio cuenta.
-No era ella, Clove, no era ella...
Mientras él sigue hablando, más calmado, yo aprovecho para comprobar que no se ha hecho daño en su ataque. Revisada la cabeza de un vistazo rápido, cojo aire y, preparada para encontrarme con cualquier cosa, le levanto la pernera del pantalón.
Vale, hay sangre; pero puedo manejarlo.
-Cato –le interrumpo, con un tono tranquilo -, te has vuelto a abrir las heridas del látigo. Llevo el botiquín pero necesito que te muevas para poder coserlo bien, ¿vale?
Él asiente y yo me coloco de manera que pueda ayudarle a rotar. Mientras él se apoya en la mano que no rodea la mía, miro de un lado a otro, preocupada porque alguien nos haya podido encontr...
-¡AGH!
-¡Cato!
Apunto la linterna en todas direcciones, buscando al atacante que le haya podido hacer soltar ese rugido, pero no veo a nadie. Vuelvo a dirigir la luz hacia Cato, buscando una punta de flecha plateada que confirme mis peores temores...
Y es entonces cuando veo por primera vez la mancha rojiza en su abdomen.
Pero no hay ninguna punta de flecha; no. Es aún peor.
Es el tajazo de una espada.
-Dios, Cato...
Mientras compruebo la gravedad de la herida, echo un vistazo a su espada que, como no podía ser de otra manera, está manchada de sangre tan reciente que aún gotea. La sangre cuyo olor le estaba volviendo loco, por supuesto, porque le estaba empapando la maldita camiseta. Su sangre.
Cato estaba tan ido que se ha atacado a sí mismo y ni siquiera ha sido consciente de ello.
-Clove...
Su voz suena tan débil que me cuesta un minuto asociarla con él. Le ilumino la cara con la linterna y, aunque sus pupilas ya no están tan dilatadas ni los vasos sanguíneos de sus ojos tan marcados, me aterra lo pálido y perlado de sudor que se le ve.
-Tenemos que volver al campamento –escupo.
No le doy tiempo a contestar. No quiero oírle contestar: cualquier cosa que me pueda decir ahora mismo no hará más que quitar el tapón que he puesto a mi propia angustia para que no me invada de pies a cabeza. Le envuelvo la herida del abdomen con una de las vendas del botiquín (no parece mucho más profunda que la de la pierna) y tiro de él con todas mis fuerzas para levantarle.
-Vamos, Cato...
Aguanta un par de pasos antes de empezar a tambalearse y dejar caer todo su peso sobre mí. La primera vez, casi me tira al suelo, y tengo que ahogar una maldición entre dientes. Me aseguro de que, pese a todo, podría disparar a un posible atacante si fuese necesario, me pongo las gafas de visión nocturna y le reincorporo para que pueda andar apoyándose sobre mi hombro.
La quinta vez que pierde el equilibrio miro al cielo con rabia y mascullo un “necesito ayuda” que queda sin respuesta. Si nuestros patrocinadores siguen por ahí, desde luego no están dispuestos a invertir en algo que me ayude a arrastrar a Cato. Gruñendo, le murmuro unas palabras de ánimo y continúo tirando de él hasta que veo el fin del bosque.
No tardamos mucho más en llegar a nuestro refugio; el terreno llano del claro es mucho más sencillo para Cato, pese a que está visiblemente agotado. Con cuidado, le tumbo sobre la nube de hojas y agujas de pino que recogí ayer.
-¿Qué tal estás? –Me permito preguntarle por primera vez.
Él tiene que coger aire antes de contestar; pero esta vez, su voz no sale tan débil, ni tiene ese tinte primitivo de antes.
-He estado mejor.
Sonrío y, en un acto instintivo, cojo su mano otra vez y la aprieto como respuesta; por suerte, él no rehúye mi gesto, sino que hasta parece calmarlo. Suspiro aliviada y tras levantar con la otra mano la camiseta para valorar, más calmadamente, la gravedad de la situación, apunto la linterna a su abdomen.
La venda se ha empapado un poco de sangre pero, al retirarla, veo que no me equivocaba: hemos tenido la suerte de que sea un corte leve, que ni siquiera necesitará puntos (“sólo el reposo que no os podéis permitir” me susurra una voz maliciosa en la cabeza.).
-Cato, te voy a poner el antiséptico, ¿vale?
No recibo respuesta.
-¿Cato?
Le sacudo un poco de los hombros; nada. La angustia vuelve a crecer, imparable pese a todos mis esfuerzos...
Y casi instantáneamente, oigo el ronquido ligero y acompasado de una persona dormida.
Se ha dormido. Se ha quedado jodidamente frito. Algo que una Clove que pensase con la cabeza vería normal, si tenemos en cuenta que lleva horas sin dormir, y que ha hecho un esfuerzo físico brutal. De hecho, mientras la adrenalina comienza a desaparecer de mi sangre, noto que un cansancio pesado amenaza con cerrarme los párpados a mí también.
Pero yo no puedo permitirme dormir. No, al menos, mientras Cato siga así. Somos nuestra mutua fuerza. Él me salva, yo le salvo. Él me protege, yo le protejo. Mientras nuestra piel no sea inquebrantable y nuestros nervios de acero, será así. Es un pacto tan simple, tan arcano, que romperlo resulta impensable.
Así que, en su lugar, cojo el último sobre de café que queda de nuestros paquetes de emergencia, y me dedico a beber un mejunje de agua purificada y polvitos mientras él duerme. Y en tanto que me lo termino, aplico el antiséptico a sus heridas, busco sin éxito una pomada cicatrizante y las tapo con vendas limpias. Y cuando él se despierta, me aseguro de ir a cazar hasta que consigo un ave gorda y despistada y los patrocinadores nos envían más comida como recompensa. Y sólo cuando me asevera que está bien, que incluso practicará algunas fintas, me permito dormir una hora.
Y cuando la voz de Claudius Templesmith me despierta y nos anuncia un banquete al que tendremos que ir si queremos conservar nuestros patrocinadores...
Sólo entonces siento que se me cae el mundo encima.

FIN DEL CAPÍTULO 51

3 comentarios:

  1. Madre mía, pobre cato, es esclavo de su propia locura. Ya viene el banquete, el momento cumbre aunque luego existan dos finales. Clove me da pena, no solo debe sostenerse a si misma sino a él y cada vez es más díficil.

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  2. Dios, Dios, Dios... ¡que ya viene el banquete! ¿Alguien más me oye gritar? Esta escena ha sido épica, ha demostrado tooooda la locura de Cato, aunque casi me extraña que no haya matado a la Comadreja...
    Clove sigue siendo increíblemente fuerte

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  3. Yo te escuche gritar Vicky, pero rápidamente tu grito quedó opacado por el mio.
    Santo Dios! Porbre Clove tiene que vargar con muchas cosas, su desesperación, sus miedos, la locura de Cato, el peso de Cato, cansancio físico y mental, que mujer, ella debió ganar los juegos. Ya biene el banquete, tengo que preparar pañuelos, normalmente con la muerte de uno de los protagonistas es suficiente, pero aquí sera la muerte de ambos. Quisiera pedirte que no mueran, pero es tu historia y muero por ver como barras est tragedia te amo, ya casí termina (o eso creo) gracias!!

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