domingo, 29 de octubre de 2017

Capítulo 52: Come home

Podría excusarme en lo complicados que se volvieron los últimos días de verano, los primeros del curso (que se solaparon casi sin que yo me diera cuenta), y los no tan primeros... Pero la realidad es que dije que a partir de junio iría más rápido y llevo más de dos meses sin subir.
Después de este capítulo, sólo queda otro más y el prólogo; siento muchísimo estar retrasándome tanto con algo que ya lleva meses escrito, pero, aún así, no sabéis cuánto os lo agradezco. Por seguir hasta el final, y por mostrar tanto interés en la historia a pesar de mis constantes atrasos.
En fin, no me enrollo más y os dejo con el capítulo; ¡espero que os guste!

And so I thought I’d let you know
That these things take forever
I especially am slow
But I realize that I need you

And I wondered if I could come home
                            First day of my life, Bright Eyes

CLOVE
-Sabes perfectamente que tenemos que ir.
Dejo pasar unos segundos antes de asentir lentamente. Reticente.
Porque me gustaría tener un argumento para llevarle la contraria. Me gustaría poder sacar todo el sarcasmo que llevo dentro en una contestación inteligente que me diera la razón; pero no puedo, porque no la tengo.
Y sin embargo, eso no lo hace más fácil.
Ni siquiera puedo mirar a Cato a los ojos. Aparto la vista hacia el suelo, y me entretengo en arrancar la hierba como si, por arte de magia, fuese a conseguir con ello que Claudius Templesmith hiciera un maldito anuncio que revocase el anterior. Suelto una risa irónica ante la estupidez de ese pensamiento, y arranco los hierbajos del suelo con más fuerza, con más rabia, llenándome las uñas de tierra y deseando que un tributo se pusiese al alcance de mi cuchillo en ese momento.
-¿A qué crees que se refiere con que cada uno necesitamos “una cosa desesperadamente”? –Dice entonces Cato. -¿Qué necesitamos nosotros? ¿Reservas, comida...
-Lo que necesitamos es algo que impida que te mates a ti mismo cuando veas a esa maldita niñata.
Pum. Ale, ahí está. Todo el sarcasmo y el dolor acumulados en una misma frase, dicha en el peor momento posible. La mirada de Cato se nubla tan rápido como yo me arrepiento de haber hablado, pero ya es demasiado tarde: Panem entero se ha hecho eco de mis palabras.
Extiendo la mano para tocar la suya en un gesto de conciliación; él se aleja como si se tratase de una descarga eléctrica y yo, comiéndome el dolor de ese gesto, vuelvo a guardar silencio y a arrancar la hierba del suelo.
Hasta que, con una impaciencia que me cuesta reconocer, eso también se me hace insoportable y siento la necesidad de hablar.
-Oye, Cato, lo sien...
-¿Podemos ir a practicar un poco, por favor?
Alzo las cejas, sorprendida.
-...Sí, claro.
Se levanta tan rápido que me da miedo que se abra la herida otra vez, y tengo que ponerme en marcha corriendo para seguirle. Aun así, me lleva unos cuantos pasos de ventaja mientras camina en busca de una zona despejada donde podamos pelear.
Tardamos poco en encontrar un sitio suficientemente espacioso, pero convenientemente cubierto. Con la espada enfundada y sin decir palabra, Cato se pone en posición de defensa. Asintiendo, yo aseguro que los cuchillos que llevo están bien guardados y me lanzo contra él.
Entrenar con Cato, siempre que esté cuerdo y calmado, me recuerda más a una coreografía que a una lucha como tal. Los dos nos conocemos tan bien, hemos asimilado de tal forma los movimientos del otro que para cuando él me lanza un gancho, yo ya lo he esquivado y me ha dado tiempo a encadenar el siguiente movimiento, encajando con su defensa como las piezas de un puzle. Él aprovecha su fuerza, yo me valgo de mi agilidad: me agarra desde detrás y le desequilibro para zafarme antes de que le dé tiempo a llevarse la mano a la espada; lanzo un puñetazo y él lo para a centímetros de su cara, en un movimiento brusco que acaba con mi brazo aprisionado bajo su codo durante un segundo, antes de que me libere y adopte otra vez posición de ataque. Le observo y en cada detalle, en cada punto de tensión en su cara, intuyo qué es lo que va a suceder a continuación.
Por eso cuando la patada que iba dirigida a mí acaba con una mueca y un boquete allí donde la tierra y el pie de Cato han hecho contacto, sé que es el momento de parar.
-Levántate la pernera –exijo.
Cato está tan metido en la pelea que tarda en reaccionar.
-¿Qué? –dice finalmente.
Suspiro, tratando de ignorar el escalofrío que me recorre. Tan metido como para ni siquiera darse cuenta de lo que ha pasado.
-Que te levantes la pernera. La de la pierna de la herida –enfatizo.
Por supuesto, cuando él me hace caso y yo me acerco para tocar la venda noto que está empezando a empaparse otra vez; y, a juzgar por el gruñido que suelta Cato al sentir las yemas de mis dedos, probablemente también se haya infectado.
-Vamos a volver –resuelvo. –De todas formas, está empezando a oscurecer, y nos vendrá bien descansar antes de...
Dejo la frase en el aire; decirlo en voz alta sólo hace que se vuelva más real, más presente. Bajo la pernera del pantalón de Cato, me levanto y espero a que me siga.
Pero él permanece clavado en el sitio.
-¿Cato?
Sé que me ha oído por la manera en que su cabeza se gira ligeramente, por la profundidad que adopta su siguiente respiración; sin embargo, sigue sin moverse, con la vista puesta en el suelo y los puños apretados.
-Cato, tengo que cambiarte la venda y preferiría hacerlo con un mínimo de luz.
Sigue parado. Yo me cruzo de brazos.
-O podemos quedarnos aquí toda la noche y cuando mañana lleguen todos para el banquete, que nos encuentren así. Tú con la pierna hecha una pena y yo sin haber tenido un sueño decente desde hace día y medio. Un panorama verdaderamente atractivo.
Pasan unos segundos que se hacen eternos.
Y con un suspiro pesado y los puños aún apretados, pero eso le hace salir al fin del trance. Dejo que me adelante, incapaz de confiar en lo que pueda llegar a hacer, y observo su caminar pesado hasta que estamos de vuelta en nuestro refugio.
-Venga, ponte ahí para que te mire esa pierna.
Él obedece, aún con los puños apretados y esa forma de desenvolverse, ausente y a la vez como si estuviese reprimiendo toda la rabia del mundo. Una corriente de viento frío me hace estremecerme en ese momento, y froto una mano con la otra para intentar calentarlas antes de volver a levantarle la pernera del pantalón.
-Toma.
Levanto la vista: esquivando mi mirada, Cato me tiende la manta que guardó en su mochila. Con un “gracias” susurrado la cojo, pasándomela por encima de los hombros. Cato no dice nada más, así que, volviendo a su pierna, me centro en desenrollar una venda que ya está manchada de rojo.
Efectivamente, no sólo se le ha abierto la herida, sino que nuestra caminata por el bosque, pese a mis cuidados de esta madrugada, ha dejado su rastro: el mismo pus amarillento al que ya me enfrenté días atrás vuelve a hacer acto de presencia, aunque no en una cantidad que resulte excesivamente preocupante. Limpio la herida y vuelvo a aplicar antiséptico religiosamente, sin que se me pase el gemido de dolor que se le escapa a Cato al hacerlo. Le miro, pero él vuelve a rehuir mi mirada y permanece callado. Suspiro. El silencio no ayuda a ahogar la cadena de pensamientos que se precipita, uno sobre otro, en mi cabeza. Como que pronto tendremos que cenar. Que lo que nos queda de comida no es, ni mucho menos, lo ideal para tomar antes de entrar en batalla campal con otros cuatro tributos. Que dependemos otra vez de los patrocinadores. Que lo último que han visto estos ha sido el ataque de locura de Cato y mi reacción, lejos de positiva, ante la perspectiva de un enfrentamiento y que eso es, precisamente, lo que mantiene a nuestros patrocinadores con nosotros: nuestras ganas de pelea.
Así que buscando solucionar todos mis problemas de una sola vez, hago lo que peor se me puede dar en el mundo:
Intento entablar conversación.
-Quizás lo que más necesitamos nosotros es descargar un poco de adrenalina –comento, buscando algo con lo que tapar la herida que sigue sangrando -. No le haría ascos a una buena pelea.
Cato sigue sin contestarme; estoy a punto de soltar un comentario sarcástico al respecto cuando un reguerillo de sangre cae de la herida otra vez. Bufo de frustración.
-Ni se lo haría a una buena pomada cicatrizante que me ayude con esto –añado entre dientes.
Y como venido de la nada, él se ríe.
Levanto la vista, sorprendida, y me encuentro con su cara, que se contrae en una risa cruel y desganada; una risa que resulta más terrorífica que reconfortante y que me pone los pelos de punta.
-Eso se lo reservarán al chico amoroso –dice entonces -. O eso o arsénico, y así la chica en llamas no tendrá que cargar más con su peso moribundo. Ya bastante ha aguantado vivo.
Yo hago un amago poco creíble de sonrisa, intentando aferrarme a ese proyecto de conversación mientras él sigue riendo; sin embargo, para mi desesperación, Cato vuelve a rehuir mi mirada en cuanto lo nota. Con la sonrisa muriendo en mis labios tan rápido como surgió, envuelvo la herida de Cato con más vendas...
Y en ese momento lo oigo. Tan bajito que las cámaras no habrán podido captarlo.
-Ni siquiera he podido hacer esa mierda bien.
Entonces Cato me mira, por fin, con los ojos brillantes y vidriosos por las lágrimas.
Lágrimas. En los ojos de Cato.
No me extraña que no quisiera mirarme.
Envuelvo su mano con la mía casi por instinto, con el corazón latiéndome a mil por hora, tan, tan fuerte que me duele el pecho. Y me mantengo ahí, firme, su roca, su fortaleza, ignorando esa vocecilla que me chilla que esto es mucho, demasiado, demasiado íntimo, demasiado para los Juegos, más que cualquier ataque de locura que haya tenido que afrontar. La ignoro y se lo digo:
-Cato, estoy aquí.
Notar la lucha que mantiene consigo mismo es desesperante y desgarrador al mismo tiempo y, sin saber muy bien qué es lo que tengo que hacer, le aprieto aún más la mano. Como si con ese gesto pudiese traspasarle toda la fuerza que el chico incasable, el gigante del Distrito 2, no es capaz de encontrar en sí mismo.
Cato hace amago de hablar: una, dos veces. Se calla porque sabe que las lágrimas están a punto de precipitarse fuera de sus ojos, o porque no encuentra las palabras que decir; pero yo sigo esperando, paciente, mirándole a los ojos y expresando lo que no ninguno de los dos debe expresar con palabras.
-Me da miedo, Clove –confiesa finalmente-. Me doy miedo. Se me ha ido la cabeza del todo y ya no sé lo que hacer, no sé lo que haré cuando la vea delante de mí y todo me supere. Sólo de pensarlo me empieza a arder el cuerpo. ¡Joder! Me dan ganas de pegar un puñetazo, de, de... Por Panem, si ni siquiera he sido capaz de entrenar contigo sin perder el norte. Cuando... Cuando ella esté delante...
Tiembla. Manos, labios, lágrimas, palabras, todo en él tiembla y la desesperación de verle roto y no saber cómo arreglarlo es demasiado fuerte...
Así que le beso.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que fui yo quien le besó, pero da igual. Esto es diferente. No son los besos puramente físicos que compartimos en el Capitolio; ni siquiera es como el beso de ayer en el lago, necesitado y lleno de medias verdades, de sentimientos ocultos. No; si se parece a algún beso que jamás haya probado, es al primero que nos dimos. Aunque es un poco más intenso. Aunque mi lengua juega ligeramente con la suya y nuestros labios se amoldan a los del otro casi por instinto.
Aunque sabe a la sal de sus lágrimas que, en la semioscuridad del atardecer, no son para nadie más que para mí.
Pero hay un deje de torpeza. La inexperiencia de dos bocas que nunca han besado así. Con suavidad. Con dulzura. De forma amable y cariñosa, en otro momento puede que incluso diría insulsa, pero que ahora es exactamente lo que los dos necesitamos. Abro y cierro mi boca con delicadeza, llenándome de él, llenándole de mí, recreándome en la humedad y calidez que se desprende del contacto.
Es un beso, en definitiva, que dice lo que Cato ha temido siempre plasmar en palabras.
Sin soltarle la mano, acuno con la otra su cara, acariciándola, recogiendo las lágrimas que caen de sus ojos cerrados con el pulgar. Seguimos besándonos, lentamente, sin prisa, aspirando el olor del otro, lo que parece un segundo o toda la eternidad; no sé cuánto tardamos en separarnos, pero al hacerlo, sigo muy cerca de él, tanto como para que su respiración me haga cosquillas en las mejillas.
-Yo iré mañana al banquete –susurro-. Tú vigilarás por mí en la retaguardia, y yo iré al banquete y mataré a esa maldita niñata.
Cato se remueve, nervioso.
-Pero...
Le silencio poniendo un dedo en sus labios. Él me mira y lo sabe: esto no es discutible; no después de lo que acaba de pasar.
-Prométeme que darás un buen espectáculo –abdica al fin-. Si tienes que ir tú, prométeme que lo harás.
Yo asiento vigorosamente, sin tener que fingir nada en ese gesto: no mentía con aquello de que necesitaba descargar adrenalina.
Pero ahora no; aún quedan cosas por hacer antes de mañana. Le beso otra vez más, con la misma suavidad, aunque no durante tanto tiempo. Y, a regañadientes, me separo de Cato y termino de tratar sus heridas. Después recojo toda la comida que hayamos podido cazar o recolectar en las últimas semanas, y miro al cielo, esperando que, a pesar de todo lo que haya sucedido, alguien esté todavía dispuesto a gastar su dinero en nosotros. Por suerte, los años de experiencia de Brutus y Lyme como mentores juegan a nuestro favor, y para cuando vamos a empezar con nuestra habitual comida de plantas acuáticas, un paracaídas plateado con una hogaza de pan y caldo de carne desciende junto a nosotros. Lo devoramos todo: no tiene ningún sentido reservarse alimentos y pasar hambre hoy, si por ello mañana no logramos sobrevivir a la pelea. Y cuando hemos terminado, trabajamos un rato en nuestra estrategia de mañana, hasta que yo ya no puedo contener los bostezos y Cato me obliga a dormir.
-Me lo debes: si tú vas a pelear mientras yo me quedo vigilando, me lo debes.
No puedo por menos que darle la razón, pero a la vez, siento cómo me recorre la tristeza: Cato, el de verdad, el que fue en su mejor momento, nunca habría cedido su lugar en una pelea. Por muchas condiciones que eso le permitiese imponer, jamás se habría quedado vigilando mientras otro se enfrentaba a su mayor rival. Nunca. Y pensar que la maldita Katniss Everdeen, la puñetera niñata combustible le ha reducido, le ha enloquecido hasta el punto de darse miedo a sí mismo, hace que la ira crezca en mi interior de forma desenfrenada.
“Prométeme que darás un buen espectáculo.”
Puede apostar a que lo haré.

FIN DEL CAPÍTULO 52

2 comentarios:

  1. -Lo que necesitamos es algo que impida que te mates a ti mismo cuando veas a esa maldita niñata. XDD Pobre cato, realmente perdió el norte, es más que penible. Me gustó mucho el momento juntos y no te preocupes por la tardanza, todos tenemos problemas o impedimentos :)

    ResponderEliminar